Saltar al contenido

CAPÍTULO V: LOS PASAJES DE LA CIUDAD IMPERIAL

Perseo programó mi recibimiento con la minuciosidad y diligencia propias de un archivista nato. Después de dejar mis cosas en el hotel nos dirigimos a la zona de tapas de Valladolid.

Entre el bullicio fuimos desgranando nuestra agenda. Aquella misma tarde teníamos una cita en el Palacio de la Ribera, situado en la margen derecha del río Pisuerga. Aunque solo quedan dos largos muros de cimentación y una pequeña dependencia perdida durante siglos, queríamos comenzar nuestra aventura con un poco de arqueología sentimental. Queríamos soñar un banquete en los cenadores de los embarcaderos y figurarnos noches de fragancias barrocas a la orilla del río, con música, aves singulares y de fondo, el rugir de alguna fiera. Sobre todo, pretendíamos imaginar el entorno mágico por el que trajinaba Jerónimo de Ayanz.

Envuelta en el frescor de jardines y huertas regadas por el “ingenio hidráulico” de Pedro de Zubiaurre, que remontaba las aguas directamente del Pisuerga, esta residencia era el refugio estival de Felipe III y su séquito. Fuentes, estatuas y paseos ajardinados definían el trazado del Real Sitio separando los bosques de caza con venados, jabalíes, conejos y aves, de las zonas nobles y refinadas. Estaba provista de un zoo cortesano de fieras exóticas, camellos y una gran pajarera colmada de “pájaros de música”. No sabemos si la “gruta”, posiblemente un ninfeo manierista, conectaba con la red de pasadizos y galerías por las que el Rey podía ir a cubierto, atravesando el río, al Palacio Real donde se hospedaban los príncipes de Saboya. En los interiores de la villa había una espléndida pinacoteca con telas de Tiziano, Rubens, Veronés, Pantoja de la Cruz y Rafael entre otros, además de preciosa cristalería y señorial mobiliario.

Perseo solucionó la cuestión de la movilidad con la ayuda de su sobrino, una réplica suya casi exacta, igual de miope e idéntica vehemencia. El joven pelirrojo era estudiante de Historia del Arte y haría de aprendiz, chófer y lo que fuera menester. Le llamaré Hermes, o ¿sería más apropiado Ícaro?, pues como verá el lector, gracias a su repentina caída, hicimos un fantástico descubrimiento que mudó nuestras investigaciones de los archivos, a los pasadizos secretos subterráneos.

Ícaro pues.

Facebook
Twitter
LinkedIn
WhatsApp
Email

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *