Ícaro resbaló por el ribazo, pese a la protección del vallado. La cosa fue tan sutil que apenas nos dimos cuenta de la desaparición. El muchacho, aunque desgarbado y poco sagaz, tenía finas maneras y supongo que consideró oportuno no gritar mientras hacía un riguroso mutis.
Lo cierto es que oímos como despeñaba pero nada más. Perseo comprobó de un vistazo que faltaba su sobrino y los tres nos inquietamos vivamente.
Durante un buen rato gritamos su nombre sin obtener respuesta hasta que, agudizando nuestra atención, conseguimos oír un distante y cavernoso
– ¡Aquí!
Guiados por el frágil reclamo, descendimos la pendiente procurándonos ayuda mutua para no acabar rodando nosotros también.
Desde el fondo de un pozo de unos dos metros y medio, dolorido pero entero, cubierto de hojarasca y tierra, Ícaro nos miraba como un niño que ha sido descubierto hundiendo el dedo en el pastel.
Solo dijo – ¡Esto es increíble!
– Desde luego. Increpó su tío, que pasó del desasosiego al enfado en un soplo, al comprobar que su sobrino estaba sano y salvo.
– Me refiero a lo que hay aquí. Dijo Ícaro, mientras recomponía sus gafas y su persona.
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