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CAPÍTULO VIII: LAS SOMBRAS DE LA DUDA

Ícaro descubrió un túnel que horadaba el terraplén en dirección trasversal al río. Un ojo oscuro en la tierra, clausurado por una herrumbrosa reja, única barrera que le separaba de la intimidad sombría que guarda los secretos. Con destreza simiesca y un poco de ayuda, sacamos al joven pelirrojo, estropeado pero feliz. Sabía que algo importante había pasado gracias a su numerito circense.

Una vez rescatado nos enseñó las fotos que había hecho con el móvil. Podía verse una porción de un dintel de piedra caliza lesionado sin piedad por el paso del tiempo. Arañazos y grietas dejaban entrever símbolos extraños de fuerte impronta esotérica.  ¿Qué podría significar triángulos, círculos y otros fragmentos tallados en piedra, relacionados con doctrinas ocultas en la entraña de Castilla? Esto sí que representaba un inesperado viraje a nuestra visita palaciega y genera una serie de incógnitas nuevas y atractivas. ¿Acaso Felipe III continuó la senda ocultista que  iniciara su padre con el Círculo Esotérico de El Escorial?

Esa era una perspectiva jugosa, desconocida y arriesgada. No tenía entonces ninguna referencia de la inclinación de Felipe III a la nigromancia, la alquimia o la mezcla de ciencia y magia. Felipe III “el Piadoso” no buscaba como su padre los elixires de la vida ni el compuesto milagroso que tornara el vil metal en oro. No reunió en un laboratorio bajo una torre del Palacio de la Ribera a alquimistas, astrólogos y nigromantes como hiciera su padre en El Escorial. O puede que el propio monarca ignorara lo que ocurría bajo las losas de su palacio.

Todas estas conjeturas surgieron en mi cabeza a borbotones, atropelladamente. Sea como sea, la noche en la ribera castellana se movía por conductos subterráneos, quizá iluminados por antorchas que buscaban el conocimiento oscuro.

Ícaro fue a caer a la boca de un conducto secreto y con ello la posibilidad de entrar en el Laberinto.

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