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CAPÍTULO XI: TRES PROFANADORES Y UN DESTINO

Avanzábamos despacio, acomodando cada pisada, agudizando los sentidos y tratando de administrar el hechizo del lugar. El joven Ícaro iba primero, seguido de su tío y yo cerrando la comitiva. De pronto noté que estaba hiperventilando e hice un alto para regular la respiración de forma controlada. Perseo, atento como siempre, se giró para examinarme con la mirada. La luz de su frente me deslumbro dejándome alucinado por unos instantes, hasta que se percató y la desvió. Le hice saber que estaba bien y que podíamos continuar, aunque en realidad me encontraba cegado y sobre oxigenado.  De repente un grito agudo de Ícaro hizo que Perseo y yo contrajésemos nuestros cuerpos como si nos hubieran golpeado con un mazo colosal en la cabeza. Un grupo pequeño de ratas monstruosas paso por nuestro lado buscando la salida del túnel. Después de unos instantes de silencio total, Perseo emitió una risita nerviosa en dos tandas y dijo; – Ahora viene una tremenda piedra redonda.

La guasa de Perseo nos inyecto una buena dosis de humor reconstituyente, avivando el ánimo de la exploración como se reavivan los rescoldos de una hoguera.

No puedo calcular ahora que distancia recorrimos en línea recta hasta llegar al primer cruce de túneles. Solo recuerdo que estábamos fascinados porque aquella galería abierta en la ribera estaba superando ampliamente nuestras expectativas aventureras. Lo normal hubiera sido encontrarse con un derrumbe que pusiera fin a la hazaña, pero aquello continuaba con la promesa de un episodio largo y cada vez más sugestivo.

Tres ramales desafiantes partían de la primera bifurcación. Sin necesidad de adentrarnos demasiado, alumbrando con las potentes linternas de mano, descubrimos que dos de los túneles estaban cegados por escombros y desechos.

Nuestro trayecto estaba marcado por la fuerza irresistible que impulsa a dioses y mortales a seguir su destino.

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